¿Qué otra cosa cabe esperar de unas
vacaciones a destiempo además de escapar de la rutina? Tenía un motivo más importante (que no revelaré) para salir de la gris y, por otra parte, bendita rutina (sin
ella no existiría la sorpresa de lo inusual). Hace unos días que volví
de Francia, de unas vacaciones a destiempo, tanto viaje en tren ha hecho que
haya perdido doscientos gramos de mi masa corporal, lo que de verdad no me
esperaba y es un claro síntoma de que la felicidad existe, máxime después de
haber leído por algún sitio que la grasa acumulada en la cintura influye en las
hormonas sexuales. Desde que he vuelto, los recuerdos de ese viaje se fijan en
mi memoria como postales, reflejando mundos de ensueño, paisajes que te reviven
y te inyectan el veneno de la belleza, aunque no hay que irse a Francia para
encontrarlos. Lo sé.
Me quise traer Colliure, pero no me
dejaron.
Colliure es un pueblecito situado en la frontera de Francia con
España, un lugar encantador y pintoresco, protegido por montañas y abrazado por
el mar, con un castillo medieval, un faro, un cristo sobre el mar y unas casitas
de colores. Toda una acuarela de colores vivos a los que la luz dorada de la
puesta de sol teñía de un aire de irrealidad que me recordaba los delicados y
fantásticos dibujos de Walt Disney.
En medio del pueblo hay un pequeño
cementerio, tan pequeño como grande es la figura del gigante que está enterrado
allí: D. Antonio Machado. Recogido en la atmósfera de luz y silencios
intemporales, a la sombra de unos cipreses, mecido por la brisa, Don
Antonio comparte tumba con su madre (que apenas le sobrevivió unos días en el
amargo exilio). Sus nombres se leen tallados en la austeridad de la piedra, con
letras sencillas, en negro, sin adornos, y cubierta de flores marchitas, descansa en la certidumbre de que se fue de este mundo como profetizaba en sus versos:
Hay poetas buenos; otros grandes; algunos
muy buenos; unos pocos extraordinarios. Pero Don Antonio es más que todo eso:
es leyenda. Viví con una emoción, inesperada e incontenible, aquel instante
frente a su tumba al recordar sus últimos versos. Al poco de ser enterrado,
encontraron en el bolsillo de su gabán un papel con sus últimos versos, unos
versos que serían el comienzo de un poema que nunca terminó, acaso el poema más
bonito jamás escrito, los versos decían:
Estos días
azules y este sol de la infancia
Deslumbrantes como un rayo: Días
azules… sol de infancia…En momentos especiales mi mente va una y otra vez a
esos versos: cuando la vida es azul, cuando el sol, cuando la infancia. Todo
junto es aún más dulce si cabe. Qué maravillosa satisfacción sientes cuando
encuentras unos versos que justifican la imposible teoría de que unas palabras
valen más que mil imágenes. Y qué maravillosa satisfacción cuando escuchas la
canción que representa todo eso: La mer, de Charles Trenet, en la versión de Charles Trenet. (Ahora que pienso, me gustaría
hacer un vídeo para esta legendaria canción).
Al fin tenía tiempo para detenerme a
contemplar la belleza del mundo, extrañamente segura de lo importante que es. Jane
Birkin, la que susurraba a ese señor que tenía cara de caballo: Jet`aime moi non plus, estaría de acuerdo conmigo, pues ha confesado que valora más que nunca la
belleza del mundo gracias a su edad. Me llevó toda una mañana ver las vidrieras
góticas de la Catedral de Narbona y apreciar el lento giro de los rayos del sol
sobre el calidoscopio gigante. Cabe pensar que hicieron esas vidrieras para quitarte
la respiración e irte con ellas al cielo. Me deslumbró cada escultura, cada
detalle, cada obra de arte que salía al paso. Hasta me tragué el rezo de un
rosario en francés, lo que no se debió a un arrebato místico, era la
trascendencia de lo intemporal que se respiraba en la catedral la que me exhortaba
a ello.
La poderosa estética de las catedrales siempre ha sugestionado mi pensamiento, sin embargo, confieso que lo que me sugestiona para escribir y vencer mi natural indolencia no es hablar de paisajes, ni del secreto de las catedrales; lo que me inspira es el factor humano cuando surge de la casualidad y cuando el azar conspira para que ocurra algo imposible.
La más pura casualidad paulausteriana
quiso que mi compañero de asiento en el tren de vuelta desde Barcelona, resultase
ser un antiguo compañero de trabajo al que hacía muchos años que no veía, desde
que pidió una excedencia para iniciar un negocio textil, quién sabe si será un futuro Amancio Ortega. Era un compañero modélico, muy servicial, al que llamaré
con el bonito y (ficticio) nombre de Leandro (del griego leandros: hombre agradable), especialmente amigable con las mujeres, en realidad amigo de todas y de
ninguna. Condenados a pasar ocho horas juntos en el tren, quedaba descartada la
posibilidad de hacernos los suecos. También quedaba descartada la posibilidad
de entablar un diálogo audaz y divertido, así que la conversación transcurrió
en los estrechos raíles de lo banal, con la inevitable la puesta al día: Qué ha
sido de su vida, qué ha sido de la mía, qué ha sido de la de nuestros conocidos
etc. Agotados los temas saqué de mi bolso un potente narcótico para dormir la
siesta: mi libro. Pero en esto que no captó la indirecta y retomó la conversación, esta vez para adentrarse
en el inquietante terreno de lo confidencial (algo insólito en alguien tan
correcto, tan impecable y reservado), y sin venir a cuento me preguntó la cosa
más extraña y peregrina que me han preguntado nunca, como si yo pudiese saberlo
(Por supuesto, lo sabía):
-“¿Por qué crees que no gusto a las
mujeres. A ninguna?”
La vida siempre te ofrece razones para
el asombro ¿Qué le llevó a preguntarme algo así? ¿Cómo habría reaccionado él si
en ese preciso momento hubiese sido yo la que le preguntase por ejemplo:
-¿Por qué no me besas?
¿Cómo habría expresado su asombro por
un hecho tan inaudito? Seguro que habría buscado en la expresión de mi cara
algún signo de enajenación mental transitoria. Miré de reojo su rostro
hierático cuya boca se entreabría con una mueca de pez, sin expresión alguna, y
acto seguido cerré los ojos, no sabía si hacerme la dormida, hacerme la sorda o
pensarme bien la respuesta: conocía el motivo por el que nunca me gustó, sabía
que la especie humana se habría extinguido si fuésemos la única pareja viva
sobre la tierra, y sabía que –por idéntico motivo- no le podía gustar a ninguna
otra mujer. Lo que no sabía era si sería capaz de decírselo.
(Parte II y fin)
(Parte II y fin)
-¿Por qué no gusto? No lo entiendo, insistió, me
vuelco en hacer felices a los demás, me parece el mejor propósito en la vida, soy
detallista: Soy realista y a la vez... a la vez soy un romántico.
-Uno de los últimos, fue
mi tonta contestación, y me sumí en el silencio. Descubrir lo
esencial de lo que eres y de lo que quieres en la vida es una búsqueda personal
e intransferible, él había desplegado su mapa emocional ante mí y no estaba
dispuesta a pisarlo cual elefanta en una tienda de porcelanas.
En vista de mi hermetismo hizo amago de levantarse del asiento y me dijo: Me voy a la cafetería del tren, ¿Te apetece tomar
algo, un refresco…? Te invito.
-No no no, una fanta no, una fanta no, respondí nerviosa, como si él
pudiese leer lo que le ocultaba desde lo más recóndito de mi pensamiento. Me
puse roja y empecé a toser, lo que resultó providencial para cambiar de tema
(al de mi asma) el resto del viaje.
Qué difícil encontrar el adjetivo
que logre atrapar la clave de la nula atracción o el imposible feeling hacia un
hombre; el rechazo al amor de un hombre al que una mujer nunca desearía tener bajo sus sábanas. Pero la hay: ¡”Pagafantas”! Es imposible abordar el
concepto de "pagafantas" sin hablar del amor y su ilusoria
perfección. Si la vida es sueño, el amor es el espejismo que nos mantiene
dormidos; es una forma de egoísmo tan sutil y perfecta que nos hace olvidarnos
de nosotros mismos. El amor encuentra su más bella y literaria expresión en el
romanticismo... y nada lo personifica mejor que el pagafantas. El romanticismo
está asociado indisolublemente a un destino trágico, es la poesía imposible de
los mártires del amor. En este sentido, se eleva majestuosamente el pagafantas,
capaz de dar su dinero y su orgullo ya no por el amor, sino por la promesa del
amor; ofrecer humildemente su dignidad a cambio del espejismo de un espejismo.
Yo, como mi querido Alphonse Zheimer,
también amo ese neologismo y no sólo porque sea una palabra maravillosamente
descriptiva, libre, ajena a modas e imposiciones, sino también porque
representa a todos esos héroes anónimos del amor: los pagafantas, los últimos
románticos.
Al admirado Atticus Finch, todo menos un pagafantas.
Al admirado Atticus Finch, todo menos un pagafantas.