Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

29 octubre 2017

Un instante de belleza petrificado en la retina




Transcurre
tu vida igual que ayer, común y cotidiana.
"Un día más", te dices. Y de pronto,
se desata una luz poderosísima
en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras
hace sólo un momento. El mundo, ahora,
es para ti distinto. Se dilata
mágicamente el tiempo, como en aquellos días
tan largos de la infancia, y respiras al margen
de su oscuro fluir y de su daño.
Praderas del presente, por las que vagas libre
de cuidados y culpas. Una acuidad insólita
te habita el ser: todo está claro, todo
ocupa su lugar, todo coincide, y tú,
sin lucha, lo comprendes.
Tal vez dura
un instante el milagro; después las cosas vuelven
a ser como eran antes de que esa luz te diera
tanta verdad, tanta misericordia.
Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,
lleno de gratitud…

(Eloy Sánchez Rosillo)




Decía Oscar Wilde que se puede pasar toda la vida sin vivir y que, de repente, toda tu vida se concentre en un instante. De esa eternidad del instante surge un recuerdo soterrado de hace millones de años: yo tendría unos dieciséis, estaba de viaje de estudios en Salamanca cuando conocí en la Plaza Mayor a un americano de Cincinnati (Ohio), que había venido a España a estudiar castellano. Lo denominaré novio (es importante aclarar este matiz) porque me pidió ser my boyfriend y cuando vino a Murcia a verme, subió a casa, le presenté a mis padres, a mis hermanos y creo que hasta mi abuela, y nos cocinó un bizcocho de chocolate. Ahora pienso que nunca he sentido la curiosidad por saber qué habrá sido de su vida ni se me ha ocurrido buscarlo en Facebook; en realidad no me gusta saber de las personas a quienes mi memoria borró por generación espontánea, dicho de otro modo: por el mero transcurso del tiempo, ni tampoco a las que olvidé por voluntad propia y por necesidad, dicho de otro modo: por el mero transcurso del tiempo. El tiempo ni espera ni perdona. Hay una tercera categoría: las personas inolvidables, las que tienen un sitio en mi corazón y en mi vida que nadie podrá ocupar ¡Dios, qué tristeza!…. Estaba pensando en ti... Expresar lo que siento escapa a los límites de mi lenguaje; te recordaré cada día de mi vida. Descansa en paz, mi queridísima amiga. 


Recuerdo como si fuese ayer la tarde que el americano me relató la conmoción que experimentó cuando vio por primera vez el Grand Canyon. La abrumadora visión del Gran Cañón lo dejó trastornado, confuso, con taquicardia, luego supe que debió de sufrir el síndrome de Stendhal.  He de decir que quedé tan impresionada por la portentosa sensibilidad del americano que creo que en ese momento me enamoré de él (el amor sucede, no lo escoges), pero el enamoramiento apenas duró, para no pecar de imprecisa fue cosa de un mes, coincidiendo con el breve espacio de tiempo que tardó en volver a su país. Nunca pensé que muchos años después tendría ocasión de pisar aquellos lugares y comprobar in situ si exageró o si, por el contrario, yo también sería capaz de experimentar un trance similar o algo remotamente parecido. 

El Gran Cañón es un Parque Nacional explotado turísticamente por una reserva de indios de Arizona mediante una concesión. Un autobús te transporta de un extremo otro a los diferentes miradores del inmenso parque. También lo puedes contemplar sobrevolándolo en avioneta o adentrarte en helicóptero, pero yo escogí verlo desde la tierra, tal y como lo vieron sus primeros habitantes; los indios, que lo consideraban –con toda razón- un lugar sagrado. 


Hay sitios en los que la Naturaleza ha creado tal belleza que es imposible no caer rendida ante ella, aunque no hace falta irse a Arizona, todo sea dicho. No, no sufrí el Stendhal pero inmediatamente comenzaron a manifestarse en mí los síntomas de un vértigo horríbilis al aproximarme al precipicio o, por ver simplemente a la gente cerca del borde, agravado todo ello por mi acrofobia: me temblaban las piernas y me dió algún que otro escalofrío. 




No se entiende que los dueños del Parque (Patrimonio de la Humanidad) no hayan puesto alguna valla protectora (al menos en los miradores que visité) para que la gente no se despeñe; un traspiés, una caída allí es muerte segura. Por lo visto los indios prefieren conservarlo tal cual para no restar un ápice de emoción a la poderosa sensación de peligro. 


Pero, más allá del temblor de piernas, mi mente quedó vacía y la retina llena de sustanciales y perdurables maravillas: pura plasticidad en esencia. Millones de años (unos dos mil millones) duermen allí su sueño. No es un paisaje bucólico, es misterioso, y sobre todo salvaje. ¡Lo que es capaz de hacer el cauce de un río en la roca! Si el vértigo no te lo impide y consigues asomarte lo suficiente verás el río Colorado, una serpenteante cinta de color rojo fango, de ahí el nombre, deslizarse sinuoso por la profunda garganta rocosa. 

Un cóndor pasa, cruza el horizonte, la elegancia y naturalidad de su vuelo me distrae del ensimismamiento en el abismo de colores cambiantes en la gama de tonalidades tierra, fuego y oro. Mientras mis recuerdos de la adolescencia y el americano se desvanecen en el infinito rememoro una canción de aquellos años: el cóndor pasa, de Simon & Garfunkel, claro. 

Preferiría ser un gorrión que un caracol.
Sí, lo haría.
Si pudiera,
Seguramente lo haría.




He leído que cuando conectas con la Naturaleza te descubres a ti misma, y tomas conciencia de tu insignificancia… Lo que descubrí, ahora lo sé bien, fue un paisaje mítico en mi memoria, en un momento de mi vida que jamás esperé. Estaba ante la extrema exhibición de la fuerza de la naturaleza, y su descarnada desnudez hacía que no tuviese que bucear en las formas que ha esculpido caprichosamente la naturaleza para extractar su belleza y misterio. La belleza me apasiona, mas no es solo algo que me apasiona. No experimenté el síndrome de Stendhal.

Pero me sentí llena de gratitud