Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

02 diciembre 2016

El tirachinas humano









Y, si reía,
él le daba la luna…

(Fito Páez)


Muchas mañanas, casi todas; esas mañanas eternamente repetidas de los funcionarios (y que no son patrimonio exclusivo de la novela “La Colmena” de Camilo José Cela) mientras leo el periódico y me tomo un café cortadito, me propongo desde mi atalaya -en la mesa del fondo-  no fijarme más en él, pero cuando noto su presencia, no puedo evitar la pulsión de levantar la vista ante la inenarrable visión de los tirantes de un tipo que toma un café madrugador apostado en la barra de la pastelería. Siempre lleva una misteriosa mochila y un periódico bajo el brazo, que nunca lee, mientras los demás andamos como buitres al acecho para hacernos con uno de los diarios que el establecimiento pone a disposición de los clientes. No habría reparado en él si no fuese porque coincidimos a la misma hora en el mismo lugar, y por la incomprensible antipatía que siento hacia él. Bueno, en realidad me resulta indiferente, la antipatía es más una cuestión estética: me ponen nerviosa esos tirantes exhibidos a modo de enorme tirachinas, y también su descomunal tupé canoso. No se pueden combinar las nobles y distinguidas canas con un tupé hortera de los años ochenta, y tampoco se deberían utilizar los prácticos tirantes sobre la ropa como simple elemento decorativo. Lo llevaba pensando tiempo, intrigada por su trabajo, y si éste pudiese tener relación con los tirantes, la mochila y el tupé y, al fin, esta mañana decidí seguirlo. Salí tras él presurosa, pero me vi en serias dificultades para que no advirtiese mi persecución; primero se paró ante un escaparate de ropa de señoras a observar un chaquetón, yo también me paré frente a un escaparate cercano desde el que un adorable oso de peluche me decía: “quiero ir contigo”, ni de coña; los ositos, aparentemente entrañables y bonachones, me entristecen. Luego, el hombre de los tirantes, como si supiese que lo estaba siguiendo, hizo varias maniobras de despiste y aligeró tanto el paso que lo perdí al cruzar un semáforo. Otra vez será, me dije, o nunca, pues no me importaba a dónde se dirigía, en realidad sólo sentía una curiosidad estulta de saber algo más sobre unos tirantes andantes portados por un tupé de fiebre del sábado noche y edad indefinible. El hombre de los tirantes tiene aspecto de llamarse Liborio, pero también podría llamarse Ambrosio o Longinos. ¿Por qué? No sé, esta cuestión pertenece al siempre fascinante e inasible universo freudiano. Sumergida en tan trascendentales pensamientos, decidí regresar a la pastelería a tomar otro café y terminar de leer lo que más me gusta de los periódicos, las últimas páginas, las que no son de noticias ni de política, sino las crónicas de sociedad y cultura. Y Ohhhhh, hay una entrevista a un poeta que ocupa una página entera. Le preguntan por la presentación de su nuevo poemario “Ser el canto” (bonito título) y por otras cuestiones personales de carácter más íntimo: ¿Miedos? –le interroga el periodista- y aquél responde desde la sensibilidad poética: “No le tengo miedo a nada, porque tampoco tengo ningún deseo más allá de los básicos: me gusta comer, me gusta follar…” Ahí está la poesía, pero lo que me deja atónita no es el alarde de originalidad sino observar su foto y advertir que se trata de un hombre de mediana edad con ¡¡¡unos tirantes… sobre una camisa de leñador!!!... ¿Acaso imprimirá carácter utilizar tirantes como adorno? Sigo leyendo la entrevista y el poeta parece querer reconciliarse consigo mismo (y sus tirantes) preguntándose: ¿Quién coño soy yo realmente?

Yo me pregunto eso mismo, y me digo que quizás es más importante respetar lo que uno siente que hacer lo que conviene, aunque lo que tendría que hacer es ir inmediatamente a trabajar y no llegar tarde, máxime cuando al final de la mañana saldré disparada en dirección a la playa. Quiero ver la belleza, siempre espléndida, del atardecer sobre el mar. Y lo primero que quiero respirar y ver, nada más levantarme, es el mar.

Papá, hoy me acordaba de ti, especialmente te recuerdo en las frías mañanas de invierno, como ésta, cuando se aproxima la Navidad y ese triste día 21 de diciembre del fin del mundo. Hoy he aprendido algo importante y que no la necesidad de soñar:es que jamás me podría enamorar de un hombre que llevase tirantes. Qué sentido del humor tan surrealista nos dejaste en herencia, tú probablemente comprenderías lo absurdo de mi proceder, tú que cuando de niños nos portábamos mal, nos amenazabas con un castigo ejemplar que consistía en tener que comernos un pimiento morrón, castigo que, por otra parte, jamás hiciste efectivo. He de decirte que cada mañana, cuando salgo de casa y recorro la breve distancia que hay hasta el lugar donde trabajo, disfruto de la sensación de tener todo el cielo sobre mi cabeza y espero el momento mágico y (muy) divertido de reparar en qué estoy cantando, porque siempre voy susurrando una canción inspirada en lo que he soñado, en un  primer pensamiento, en una imagen, en un detalle; cualquier cosa que la mente asocia con algo que rescata del olvido en cualquier rincón ignoto del cerebro. En ese (insisto) mágico instante te das cuenta de que estás cantando: “Tengo un tractor amarillo (un tractor, ¡no un triciclo!)…” o: “Libertad, libertad sin ira…” o la de Alaska: “Soy la funcionaria asesina, buscada por la policía…” (ésta se me repite mucho, jaja), o  una en inglés: “Something stupid”, “Bblowing in the wind...” etc. Hoy la canción era solemne y premonitoria: “Estas son las cosas que me hacen olvidar, este mundo absurdo que no sabe a dónde va. Aleluya…”.

Atardeció y anocheció, como en un vídeo timelapse, y ahora, mientras escribo y contemplo la luna sobre el mar, es mi inconsciente el que escoge la canción: “Monriiiiiver wide than a mile…”. Mañana cuando esté frente al mar, en cambio, la elegiré yo. Y ya sé cuál será;  



Yo sé que allí, allí donde tú dices, vuelan las alas del agua…